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Ciudad de cuidados como ciudad invisible

 Ciudad de cuidados como ciudad invisible 



Los temas políticos y sociales sobre la ciudades latinoamericanas giran en las redes sociales en dos extremos. En una esquina están los técnico-activistas de la ciudad que nos hablan de cómo construir una red ferroviaria, el posible impacto ambiental por las obras de un trolebús elevado, las diferentes cotas para la distribución del agua. Discusiones enfocadas a las resoluciones técnicas de proyectos y programas tanto públicos como privados.


En la otra esquina tenemos a los urbanólogos-influencers. En su caso, las discusiones son motivadas para obtener la atención a través de comentar un evento, legislación o el “resbalón” de algún burócrata o empresario. Las interacciones de lo absurdo son su meta.


Sin intención de problematizar, las discusiones de ambos bandos acaparan la atención de millones de usuarios de las redes de una manera efímera. Este monopolio de la conversación sobre la ciudad es un serio problema para la construcción de la ciudadanía que implica una perspectiva crítica de la actuación gubernamental, la responsabilidad social que trascienda el individualismo y capacidades de organización política para la sustentabilidad de las ciudades.


Pero hay una luz en el túnel.


En otro sitio, entre las redes sociales y la vida fuera de ellas, las demandas de servicios de salud con calidad, de agua potable, de educación o de políticas de vivienda, de alimentación, de seguridad y por la transparencia en los actos de gobierno, se desarrolla la gran discusión de este siglo sobre ciudades, no como utopías, sino  como necesidades irrenunciables para poder vivir. 


Esta discusión transversal y poco ruidosa se refiere a la ciudad de cuidados, es decir, la ciudad que habitamos con obstáculos y carencias para poder cuidar de otras personas, principalmente de aquellas cuyas condiciones de vulnerabilidad hacen que dependan de otros para moverse, para decidir, para actuar en libertad. 


La Ciudad de México, que es la que habito, es implacable, insegura y amenazante para quienes podemos movernos con autonomía corporal. Para quienes tienen una o varias condiciones de vulnerabilidad, los peligros, amenazas y restricciones son mayores, están ocultos o son ignorados por la negligencia gubernamental. Puedo subirme al transporte público con los riesgos “comunes” a los que nos hemos resignado millones de usuarias y usuarios, pero esta condición no es similar a quienes tienen una movilidad limitada por alguna discapacidad, por edad, por razones económicas o por restricciones en el acceso a información. De la misma manera, si estas personas están acompañadas por quien las cuida, las restricciones y obstáculos son problemas a resolver para ambas. El cuidado nos involucra en uno u otro rol, estemos conscientes o no de ello.




Damos por sentado que si el cuerpo y la mente sirven a nuestros propósitos, somos autónomos como habitantes de la ciudad. El “ser citadino” en su concepto moderno-liberal era quien podía ir de un lado a otro por costumbre o por placer, apropiarse de la calle, crear su ruta, decidir sus paradas, buscar a sus interlocutores, tener un empleo y con este, posibilidades de conseguir una propiedad, reconocimiento público y formarse ciudadanía participando de los asuntos comunes. 


Fue hasta hace poco que algunas autoras (feministas y no feministas) reflexionaron si este poder de decisión y autonomía era desde el individuo o desde quienes lo rodeaban. Resultó que somos y logramos mucho como habitantes de la ciudad en la medida del cuidado que hemos recibido de otras personas, que pueden tener algún parentesco con nosotros. También logramos lo que cotidianamente representa una meta cuando recibimos algún cuidado en las redes e interconexiones que formamos en nuestro trabajo, en nuestro barrio, en los trayectos a casa o bien, en los medios digitales y en las instituciones. Conseguir un trabajo, una orientación para descifrar el lenguaje burocrático, una indicación para llegar a la estación del Metro, compañía en la inseguridad de un camino obscuro, entre otras, son maneras de cuidarnos sin que haya un lazo afectivo o de parentesco. En un acto ciudadano y humanitario al mismo tiempo que se forma desde una ética común.


Un lado amable de la ciudad de cuidados es que amplifica las posibilidades de recibir  apoyo y oportunidades de otras personas que no son de nuestra familia, no obstante, también hay una responsabilidad pública de cuidarnos bajo una figura llamada “obligaciones estatales”. En la Ciudad de México hay una constitución que incluso nombra al cuidado como derecho. ¿Qué significa eso? ¿Significa que vendrá el Estado a resolver mi vida como si fuera un control patriarcal? ¿Decidirán los gobiernos cómo debo ser cuidada y cuidar de los demás?


Por supuesto que no significa eso. El derecho al cuidado se refiere a las obligaciones estatales de desarrollar, procurar, distribuir servicios, insumos, infraestructuras, bienes  y recursos que nos permitan cuidar y ser cuidados de manera digna y a ejercer la práctica de cuidar como responsabilidad compartida entre actores públicos y privados a través de legislaciones, mecanismos institucionales y políticas públicas. 


Vista así, la ciudad de cuidados es como una de las ciudades de Italo Calvino. Tiene varios significados, varias capas que van desde el individuo-familia, hasta el Estado y los actores socio-políticos. Finalmente, la manera en cómo nos cuidamos y cuidamos a otros trasciende el ámbito familiar para formar parte de las discusiones sobre Democracia y Justicia y se vincula con la exigencia de tener las condiciones materiales para hacerlo de la mejor manera posible. 


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