Soy una persona cuidadora y soy hermana de quien ahora cuida de mis padres.
Ella cuida de mi padre quien lleva 10 años postrado por un infarto cerebral y de mi mamá quien va perdiendo movilidad conforme envejece, pero no ha perdido el interés por lo que en México decimos “estar al pendiente” de sus hijos y nietos. Soy una persona realista cuando se trata de ver los gastos monetarios que implica cuidar a alguien y cuidar de mí en la Ciudad de México, donde los servicios públicos no ofrecen ni calidad, ni oportunidad, ni calidez.
Decidí escribir sobre los cuidados durante la pandemia del COVID19 en la cual fallecieron algunos de mis amigos y ex colaboradores de la gestión pública, hombres acostumbrados a trabajar hasta 12 horas diarias en diversos puestos y causas, “con la camiseta bien puesta”. Muchos lazos de colaboración y amistad pasajera se rompieron durante la pandemia. Se fueron cuando los negocios empezaron a quebrar, los empleos bien pagados a escasear y tuvimos que reinventarnos y adaptarnos. En este punto pensé en los cuidados que nos debemos como personas trabajadoras o emprendedoras y en la cultura laboral que estaba transformándose, poniéndonos pruebas contundentes de ética.
Durante la pandemia también tuve la oportunidad de conectarme a trabajar en línea con otras mujeres en otros países e identificar problemas comunes en el hogar al tratar de mantener a flote a nuestras familias. No me refiero a la idea de Marcela Lagarde sobre la “sororidad” dado que nuestras diferencias culturales, educativas, de clase social y, principalmente de poder político, son variables que seguirán ahí, alejándonos y acercándonos como mujeres. Me refiero a que, sin importar nuestros contextos, los cuidados en debates y conversaciones han sido una preocupación común aunque tengamos estrategias diferentes para sobrellevarlos.
En mi caso, trabajar en línea en el hogar me permitió reencontrarme con tareas que aprendí tanto de mi mamá, como de mi papá. Las tareas que socialmente se consideran indispensables para la profesionista de la era de la comunicación digital, las combiné con tareas que, a pesar de su importancia para la supervivencia como cocinar, zurcir, reparar, reusar, cultivar; son relegadas al segundo plano de las habilidades para presumir a los demás, para ostentar como profesión y para tener un lugar en ese entorno de élite que es la academia.
Por otro lado recuperé y rediseñé algunos espacios dentro de mi propia casa que fueron ideados por algún arquitecto (estoy segura) que nunca cocinó tres veces al día, lavó ropa a mano o tuvo que desinfectar frutas, verduras y empacar alimentos en menos de una hora para poder ir a conectarse a varias reuniones. Acomodé muebles y encontré otro uso para las habitaciones para que fueran funcionales en el confinamiento. Mi sala comedor se volvió oficina y despacho, mi recámara fue también gimnasio, mi balcón desayunador y otra recámara mini-sala de cine. Al conectarme para trabajar, empecé a abrir una ventana a mi casa a personas que no conocía.
Todavía cuido de una hija que estudió en línea. Pertenece a la primera generación universitaria que completó su carrera con el 60 % de clases en línea y solo un 40% de clases en laboratorio por las noches y para un grupo reducido de alumnas y alumnos. Sus profesores también adaptaron sus espacios del hogar como aulas y tuvieron que adquirir habilidades para la comunicación en línea por cuenta propia. Varias veces esperé a mi hija afuera de su Facultad con las calles semi-desiertas. Ví también, en la calle vacía, con los negocios cerrados y poco iluminación, cómo ese concepto de campus universitario ya no existía.
Desde mi formación profesional empecé a pensar en las teorías feministas acerca de las fronteras difusas entre lo público y lo privado, entre el espacio de la casa y de la calle que se fusionan en la práctica de sobrevivir. La Ciudad de México, la ciudad en la que vivo, arroja evidencia de las desigualdades sociales en cada espacio público, eso lo sabemos desde los enfoque teóricos hegemónicos escritos por hombres. Desde el otro enfoque que nos ha dado la teoría feminista de los cuidados, se puede ver la desigual distribución de estos en los hogares porque recaen en las mujeres, más que en los hombres. La pandemia acentuó estas desigualdades y nos hizo pensar a varias colegas en medir y hacer otros indicadores además del tiempo dedicado a los cuidados.
Coincido con otras mujeres en que cuidar es un acto humanitario y afectivo, así como un medio de dar sustancia a nuestro propio futuro. Sin embargo, algunas perspectivas feministas me han abierto la mente para ver que la realización del cuidado como acto humanitario solo es posible donde se dan condiciones materiales adecuadas para cuidar.
Cuidar a alguien no está sujeto a que sea parte de nuestra familia o círculo cercano. Cuidamos cotidianamente de desconocidos en la calle con pequeños actos desde lo emocional, lo reactivo o desde valores interiorizados e intereses prácticos y desde posturas morales. Para explicar esta complejidad el enfoque marxista-materialista se queda corto y hay que echar mano de otros paradigmas del feminismo, principalmente.
Además, para la realización del acto humanitario y afectivo de cuidar, se requiere de una formación muy cercana a los valores que inculcan algunas religiones. Los cuidados también son objeto de estudio de las Ciencias Sociales desde los principios religiosos en diversas culturas. Considero que no podemos ignorar el gran peso de la religión en la forma en que las personas piensan cómo cuidar de otros. Esto queda muy claro cuando hablamos de muerte digna, del aborto, de la adopción o del asilo a personas que viven en la calle.
Empecé a escribir sobre los cuidados en el 2020 pensando en todo esto y quise darle orden a estos pensamientos de tal forma en que sirvieran para idear una ciudad en la que los cuidados puedan realizarse como un acto humanitario y afectivo, independiente de nuestras creencias y del territorio que ocupamos en la ciudad. Estos textos no son literarios, ni deseo expresar en ellos más de mi vida personal aunque esta siempre influye en mis preferencias de investigación.
Estos textos son para idear algunas formas de modificar las condiciones desiguales para cuidar, es decir, pensar en los cuidados para que sean considerados un problema público, que se incluya en las agendas colectivas, empresariales y gubernamentales. Considero que hoy existe un gran riesgo de que a las personas cuidadoras nos imponga el Estado una sola idea de pensar, vivir y de imponernos espacios para el cuidado. Por ello hablar de cómo cuidamos en la ciudad es un escape de ese encadenamiento unilateral.
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